La vida y la muerte no eran considerados pues como estados definitivos del Ser, sino que formaban parte del constante flujo y reflujo de la existencia en el gran ciclo cósmico del devenir. Por otro lado, dado que ellos veían la Tierra como un espejo de la armonía celeste, el hombre podía participar también de esa misma armonía, pues de la misma manera que los astros se hallan en continua revolución cíclica… los días suceden a las noches… el sueño a la vigilia… y que la vegetación se renueva periódicamente en sus estaciones, también el hombre se sentía inmerso en ese eterno ciclo de Vida-Muerte-Renacimiento. Por eso la muerte era vista como un estadío natural de la vida… un tránsito hacia otra forma de existencia más sutil y espiritual, ya que para ellos, la creencia en la inmortalidad de alma formaba parte esencial de su cosmovisión trascendente
Desde un punto de vista antropológico, catalogar a estas Culturas Tradicionales de politeístas, panteístas o animistas resultaría un tanto vago e impreciso, ya que estas denominaciones no son en verdad más que términos genéricos que, a modo de etiquetas mentales, nosotros utilizamos como marco de referencia para poder conceptualizar la realidad. Pero no debemos olvidar que la realidad es siempre mucho más amplia, sutil, espontánea, multidimensional y rica en matices de lo que cualquier etiqueta o definición racional nos pueda indicar. Por eso, los sabios antiguos decían siempre que las cosas importantes de la vida hay que saber mirarlas con el corazón y no cabe duda que para todos estos pueblos, sus dioses, sus mitos y sus símbolos sagrados, no sólo eran muy importantes, sino que, como ya se ha dicho, eran «sagrados». Los pueblos precolombinos veneraban a una Divinidad suprema o Espíritu cósmico, que se hallaba inmanente en la totalidad del Universo y que se revelaba en la naturaleza a través de multitud de aspectos y hierofanías. «Hierofanía» significa la manifestación de «lo sagrado» en la naturaleza, y es que para ellos todo cuanto existe participa de una misma esencia divina: tanto los hombres, los animales, las plantas y las piedras; como las montañas los ríos, el rayo, la lluvia, el fuego o las estrellas…, todo ser está animado de una luminosa energía espiritual que se hallaba ya latente en los primeros hombres que poblaron la faz de la tierra y en los antepasados ilustres de su pueblo.
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