Ramos no concibe a la cultura mexicana como original, distinta a todas las demás. Además niega la influencia indígena en la conformación cultural y califica de nociva la pasividad de esta raza. Su filosofía del mexicano se finca básicamente en una concepción hispanista de la cultura. Para él la cultura mexicana deriva del espíritu latino y éste es un hecho que no puede evadirse. Aceptar la idea del nacionalismo radical de la excepcionalidad del hombre y la cultura en México “sería tanto como perpetuar el caos espiritual”.
La única salvación de la cultura mexicana sería, entonces, hacer propia la cultura universal. La mejor y más natural vía de expresión del alma de los mexicanos es a través de los valores de la cultura universal. En este sentido, Ramos establece su identidad con las concepciones nacionalistas que planteó el grupo cultural del Ateneo de la Juventud, y que guiaron la política educativa de José Vasconcelos. Asimismo, su crítica se dirige a la educación. Resiente que los gobiernos revolucionarios subestimen la educación superior y el intelectualismo, y que a la política educativa de su época sólo le interese la enseñanza útil, pragmática, de resultados inmediatos y que no toma en cuenta el desarrollo del espíritu humano. Para Ramos es preciso orientar la educación en un sentido humanista, en donde se desarrolle el amor por el conocimiento y lo importante sea la elevación del espíritu del hombre hacia los valores universales. Las ideas que expuso Ramos en su obra acerca de la mexicanidad fueron a contracorriente de la cultura oficial. El libro de Ramos propone un proyecto de nación distinto del Estado revolucionario y prefigura reflexiones posteriores que intentan explicar la cultura y psicología del mexicano, como aquéllas de Octavio Paz en El laberinto de la soledad, Santiago Ramírez con su Psicología del mexicano y Roger Bartra en la La jaula de la melancolía.
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